HISTORIAS DEL TREN.

Yo viajo mucho en tren y, ahora que lo pienso, no he felicitado la navidad. No he tenido ganas. De hecho sigo sin tenerlas y ya casi no queda navidad. Al que le haga ilusión, que se dé por felicitado. Yo viajo mucho en tren, ya lo dije. Es una actividad que a veces me gusta y a veces no. Depende mucho del tipo de viajeros con los que comparto vagón. He visto de todo. He escuchado las mil y una conversaciones entre viajeros de todo tipo y condición. He visto situaciones de lo más variopintas, sorprendentes, ridículas, un poco de todo. He visto viajeros capaces de hablar durante cuatro horas seguidas sin descanso mientras su acompañante suplica un minuto de silencio, un minuto de intimidad para suicidarse. He visto otros que reparten su charla de asiento en asiento, buscando entre los demás alguien con quien compartir esas estupideces tan importantes que tiene que comunicar. Los he visto educados y corteses, mal educados y estúpidos. Los he visto agradables, y desagradables. De todo tipo los he visto. Esta vez he visto algo nuevo, algo que no había visto antes en un vagón de tren. Es cosa común, y muy razonable cuando el viaje se hace largo, que los viajeros estiren las piernas paseando vagón arriba y abajo, pero esta vez la cosa pinta de lo más surrealista. El viajero en cuestión es un hombre de entre sesenta y setenta años, más cerca de la T que de la S. Apenas mide un metro y cincuenta centímetros, es regordete, está calvo y tiene un fino bigotillo. Está de pie al fondo del vagón, preparado y esperando a que el pasillo quede despejado. Mantiene una postura extraña, como si esperara un pistoletazo de salida y eso hace que algunos viajeros nos fijemos en él. También hace señas para que le despejen el pasillo. Una vez que el pasillo queda limpio, de un extremo al otro del vagón, el hombre se arranca a correr. El abuelo Maratón está entre nosotros. Es una carrera de pasitos cortos y rápidos. Vagón adelante va su calva dando saltitos. Desde donde yo estoy sentado tengo dos terceras partes del vagón por delante y una por detrás. A mi altura, al otro lado del vagón, hay un matrimonio, ya mayor, dando cuenta de su almuerzo. Tienen su taper de pollo, su tortilla, su pan y son de Monforte. Detrás de ellos, repanchigado en su asiento, viaja un barbudo entrado en quilos que me mira y pregunta: -¿A este qué le pasa? Yo no tengo ni idea de qué le puede pasar a un anciano que se arranca a correr por el vagón de un tren en marcha. Otros viajeros advierten al abuelo Maratón de lo peligroso que puede resultarle un tropezón con cualquier bolso, pierna, o chaqueta de las que sobresalen por todo el pasillo. El abuelo Maratón sigue su carrera sin prestar oídos a las muchas, muchísimas, sugerencias y recomendaciones que van surgiendo por todo el vagón. Los almuerzos y charlas se interrumpen, todo el vagón está pendiente del abuelo Maratón. Yo lo estoy viendo venir y pensando que, en un bandazo de los muchos que da este tren, Maratón se la pega. Ahora viene hacia nosotros, mantiene un equilibrio precario porque el tren se mueve bastante. Trae la misma cara que pondría si estuviera corriendo por encima del vagón en lugar de por dentro. Menudo bandazo, ahora sí. Maratón se desvía de su trayectoria, colisiona con la parte alta de un asiento, rebota como un muñeco de trapo, pierde adherencia en las ruedas, tropieza con no sabemos qué y estrella su bigotito contra el cabezal de un asiento, justo el que está por delante del matrimonio de Monforte. La dentadura de arriba ha ido a parar al taper de pollo. Maratón está incrustado debajo del asiento que tengo detrás. Ha sido un alunizaje vertiginoso, como el rayo ha ido Maratón a meterse debajo del asiento. El barbudo gordito lo mira y le dice:-¡Ya habías tardao! Entre los más cercanos hacemos por incorporarlo, lo sacamos como podemos. Lo sentamos. Maratón nos mira y parece sonreír, pero no está sonriendo, es que la dentadura de abajo está fuera de su sitio y, aunque tiene la boca cerrada, los dientes se le quedan fuera. Intenta colocárselos pero, conmocionado como está, se le van al suelo. Parecen de goma porque dan un par de botes y quedan justo en medio del pasillo, justo donde el barbudo regordete acaba de pisar con una de sus enormes botas, justo debajo. No eran de goma, los ha hecho tres cachos. El abuelo Maratón presenta además en la calva un arañazo inciso contuso con dos trayectorias bien diferenciadas. Estamos buscando uno de sus zapatos por debajo de los asientos, en un radio de cinco metros, y sigue sin aparecer. La mujer de Monforte le pregunta lo que todos querríamos saber: -¿Pero bueno, a quién se le ocurre ponerse a correr por aquí? ¿No puede darse un paseo como todo el mundo? Ya le contesta su propio marido: -Este está majareta, te lo digo yo. Maratón recoge los restos del alunizaje y vuelve a su asiento rascándose la calva. Por el camino le devuelven el zapato perdido. El barbudo vuelve a repanchigarse, los de Monforte suspenden el almuerzo. Yo sigo sin creerme del todo lo que acabo de ver.
Todo esto lo he visto yo, tal y como lo cuento. Yo venía ensimismado en mis cosas, pensando que esta navidad me parecía menos navidad que otras. Que los españolitos de España los veía yo… como resignados, un poco flojos, apáticos, tibios, no sé. Como si este año los Reyes Magos llegaran para llevarse cosas y no para dejar regalos. Entonces apareció Maratón y nos alegró el viaje.
Para el año que entra, el 2012, haya salud y suerte.