ARDOR SEGUNDA PARTE. SEXTA CATEGORÍA

Queridos burros, y vuelvo a este antiguo saludo porque siéndolo el que escribe, algo de burro tendrá el que lo lee, cuando hace tiempo escribí aquella primera parte de “ardor”, ni quería, ni pensaba que hubiera una segunda. Ya entonces, aún sin creerlo, sospechaba que si había de existir una segunda parte tendría que ser cosa más que penosa y delirante. Me quedé corto en mis sospechas. A punto he estado de ver la luz al final del túnel. Que si no la he visto ha sido por estar demasiado ocupado sujetándome las tripas y disfrutando a mis anchas de un dolor lacerante, irracional y definitivo. Entonces, cuando escribí aquella primera parte, me atreví a enumerar los pasos o categorías existentes entre el ardor ocasional y la mesa del forense. Eran cinco porque yo desconocía que hubiera más. Porque pensaba que mi animalidad me había llevado a recorrerlas todas y detenerme justo a tiempo, en la quinta. Para mi desgracia he tenido ocasión de descubrir una sexta categoría, experimentarla y ascender un nivel más en el escalafón. Creía entonces que, tras la barra de hierro incandescente, no había nada más, que si enmendaba mi conducta y manejaba con rienda firme el bruto que llevo dentro, allí acababa este camino hacia el averno digestivo. También en esto me equivoqué. De nada han servido curas y regímenes alimenticios, cambios de costumbres, dietas blandas y moderación. De nada. El trabajo y el daño ya estaban hechos y, una vez alcanzadas las cinco categorías anteriores, la sexta llega por su cuenta, sin necesidad de perseverar en la bestialidad y los excesos. Ahora sí, ahora ya sé cuál es el paso último entre la barra de hierro incandescente y estar con las tripas fuera en la mesa de un forense. Ahora, la barra de hierro incandescente, que yo consideraba el sumun de dolor y sufrimiento, es solo una fugaz y pasajera Lucerna. Ahora que he soportado el horno de Satanás consumiéndome las entrañas, ahora sé que aquello solo era la brasa de un cigarrillo antes del incendio forestal.
Escribo esto con una cicatriz vertical que divide mi abdomen en dos. Parece una cremallera con su veintena de grapas metálicas. Debajo de esta hay otra, o sea, dentro, en el estómago. Esa no se ve, solo la siento. Las cosas se me complicaron hace ahora una semana. Esta vez no hubo excesos, ni comilonas. La barra de hierro incandescente me atravesó el estómago por las buenas, sin aviso previo. Pasé una noche como las de antaño, de paseíto por la casa con las brasas en la tripa. Volví a chupar con deleite una pastilla detrás de otra. El amanecer me sorprendió vomitando, arrodillado y penitente, esperando que, como era costumbre, llegara el alivio con el ayuno. El ayuno llegó, el alivio, no.
Después de todos estos años con la barra de hierro incandescente intentando perforar mi estómago, al final lo consiguió. Ha sido algo inenarrable. Si entre las otras cinco categorías se ascendía paso a paso, escalón por escalón, entre la barra de hierro incandescente y esta otra, la nueva categoría, ya no se asciende alegremente. No. De repente desaparece la escalera por la que asciendes alegremente pasito a pasito cometiendo estupideces. No es un escalón más, no señor, es un abismo sin fondo en el que te precipitas agarrado a tus tripas. El umbral de dolor, tal y como yo lo conocía, en este abismo no sirve. Cuando los jugos gástricos, liberados a sus anchas, recorren tu abdomen ávidos por calcinar vísceras, la palabra dolor no es suficiente para describirlo. Acaban de pegarme un tiro, pero de adentro hacia afuera. No puedo contar muy bien lo sucedido, porque no pude prestarle atención, solo puedo ocuparme del agujero que tengo en mi estómago y de mis vísceras hirviendo en un caldo abrasador. Un caldo que no puedo creer que segregue mi propio cuerpo. No puedo hablar, no puedo respirar, voy a terminar convertido en un charco humeante de ácido en el suelo de una ambulancia. De la ambulancia al quirófano solo hubo un cambio de camilla y algunas preguntas que yo ni puedo ni quiero responder. Estoy demasiado ocupado sintiendo la tobera de fuego y azufre que sale de mi estómago. Estoy pensando que si el cirujano no abre rápido mi tripa, será mi tripa la que se abra por su cuenta y libere la colada volcánica abrasando a su paso manta, camilla y hasta las baldosas del suelo.
Siempre había contemplado con cierto temor ese paso previo a la entrada en quirófano, esa tensión preoperatoria. Nada de eso, nunca vi a nadie entrar con tanta decisión y alegría en un quirófano. Para mí, el quirófano, es como la redención, la esperanza, la tabla de salvación que me saque de esta cocción interna. Quiero entrar, necesito entrar, por favor doctor, opéreme, que trabajo hecho no corre prisa. Lo último que veo es una señorita con gafas de pasta. Coloca una máscara, como las de pilotar aviones, en mi cara y me hace unas preguntas que no tienen ni pies ni cabeza. Y adiós.
Dos horas han necesitado en quirófano para apagar la caldera y sabe Dios qué barbaridades más me habrán hecho. El caso es que despierto sin dolores. Me da igual dónde estoy porque no tengo dolores. Me salen tubos de la boca, de la nariz, del abdomen y hay un par de maquinitas alegrando el ambiente con sus pitidos. Parezco la depuradora de una piscina, pero ya no tengo el volcán de la tripa. El resto ya sabemos todos de qué se habla. Tienes que hacer pis bajo amenazas. O haces pis o te ponemos una sonda. Toda la infancia aprendiendo a no hacerte pis en la cama y ahora que lo tengo que hacer me es imposible. Como voy a hacer pis tumbado boca arriba, aquí en mi camita, como si fuera un caballo. Otra opción es levantarte y arrastrar tu cuerpo maltrecho agarrado al poste del suero, sujetando la sonda del abdomen, y la de la nariz, y el camisón de diseño que deja el culo al aire. Solo haría falta colocar una campanilla en el poste del suero para avisar a los transeúntes de que se acerca un leproso. Pero todo lo tengo por bien empleado. Por bruto.
Durante los tres primeros días, después de la faena, ni agua me dieron. Ahora llevo una semana de batidos, zumos y aguas sanadoras. Espero haber terminado aquí con mi recorrido por el apasionante mundo del deterioro digestivo y no seguir ascendiendo, o mejor dicho descendiendo, peldaños, porque creo que para el siguiente ya no serviría otra cosa que no fuera la extremaunción.
Comer despacio, masticar bien. Haya salud y suerte.