LA PESADILLA.
Ayer en la obra no llegué a sudar lo que he sudado esta noche en la cama. Todo ha sido consecuencia de lo que habíamos hablado en la obra. La famosa impotencia. Me he pasado la noche visitando ventanillas y mostradores de esos que llaman oficiales. En mis sueños los imaginaba como parapetos con estacas en punta y todo, como las que usaban en el siglo trece para defenderse de los caballos. Para que las bestias pardas que estábamos haciendo papeleo no agrediéramos a los laboriosos funcionarios que tanto tienen que soportar. Yo, y otros muchos, suplicábamos impotentes. Se ha producido un error, informático supongo, y nos han cobrado dos veces cierto recibo. Nos han dado solución por teléfono, con su correspondiente tarifación usurera y miserable, pero la devolución no llega. Aquí nadie sabe nada. Eso tiene que ser Pili, que por cierto, está de baja, que le han puesto la uñas de porcelana francesa y tiene para tres semanas, más un mes de rehabilitación, más los días moscosos, que los piensa coger seguiditos y empalmar con los cuarenta días de vacaciones.
– O sea, que de momento eso no se puede resolver, ya se lo he dicho. Haga el favor.
Esto es una pesadilla, por eso, sin que pueda explicar cómo, ahora estoy renovando el carné de identidad pero, como soy un palurdo, he venido en persona sin pedir cita telefónica. Estoy aquí, pero como no tengo cita, ni me ven, ni me dan cita para otro día.
-La cita es “te-le-fó-ni-ca”, a ver si espabilamos.- Me dice una señora pintarrajeada como un apache.
Y a nadie le importa de dónde vengo ni por qué. Viaje en balde, moreno. Tengo que abandonar la oficina cabizbajo mientras todo el mundo me mira con cara de, ¡será ignorante el tío! Abro la puerta para largarme de allí pero, como estoy soñando, por esa puerta no se sale a ningún sitio. Estar estoy en la calle, pero entre paredes laterales, o fronto laterales, o semi cubierto, o no sé qué cojones que no se puede fumar. Hay un guarda muy grande, mejor dicho gordo, que se sabe la ley de pe a pa, y me la quiere explicar enterita, porque parece ser que no soy un ciudadano modelo, porque tendría que saber ya que en los espacios definidos por paredes de no sé qué tamaño, forma y distribución…y bla, bla, bla, y yo me largo y le digo que le de la tabarra a su madre si es que lo aguanta, que yo creo que con parirlo ya tuvo buen disgusto. ¡Tengo unos nervios! Se me pasan estos nervios y me llegan otros porque ahora, en esta pesadilla, estoy con una amiga en las urgencias de un hospital. Mi amiga había sido intervenida de una dolencia, la que sea, la semana anterior, le dieron el alta ayer, pero hoy le daban unos mareos muy grandes, nos hemos asustado, y aquí estamos. La tienen en una camilla enchufada a dos máquinas, yo creo que son de refrescos, llena de bolsas colgando con sus correspondientes vías de acceso al torrente sanguíneo. Están intentando localizar al Doctor Lumbrera, el cirujano que le dio el alta. No está en su domicilio, está en el Congo belga haciendo senderismo con la enfermera de cardiología, Él, solo la operó, la rehabilitación ya no es cosa suya, pero no hay que preocuparse, se seguirá el protocolo y tan campantes. El protocolo es cambiarle las bolsas cada tres cuartos de hora, al gusto, hasta que acertemos con alguna para que remitan los espasmos y deje de morder la cabecera de la cama, que es de aluminio. Y olvídense de protestar y entorpecer nuestra labor, que aquí estamos trabajando, somos médicos, no adivinos. Otra vez me entran los nervios. Ahora le dan el alta. No han encontrado la solución pero, si se muere, es mejor que lo haga entre gente cercana, rodeada de seres queridos y sin papeleo. Cuando salimos del hospital, como sigo en mi pesadilla, entro de cabeza en un “edificio de usos múltiples” de una de las varias comunidades autonómicas que alimentamos en este país. El edificio es ostentoso, faraónico, vergonzoso, y esto no lo estoy soñando, que yo lo he visto despierto, y en él tienen aposento más de doscientas oficinas distintas. Voy a solicitar una licencia para reformar el cierre de una finca, estoy soñando porque yo no tengo ninguna finca. En el hall de entrada cabe un jumbo 747 y dos submarinos atómicos incluidas las tripulaciones, víveres para siete meses, un camión de bomberos, un tío vivo y un juego de llaves allen. Subo a la quinta planta, camino por un inmenso pasillo, entro en un estupendo despacho y me vuelvo a casa, a cincuenta quilómetros, porque este edificio está abandonado. Aquí no hay ni Dios.
Ahora no sé dónde estoy. De repente todo ha cambiado. Todo está confuso en mi sueño. Madre mía, mido dos metros de alto, tengo unos brazos como los de Conan el bárbaro, de un bofetón podría desarmar ocho funcionarios y tres estanterías, y llevo una ametralladora bien grande. Le pego una patada a una puerta y vuelvo a estar en la oficina de los mostradores con pinchos.
-Aquí estoy de nuevo, atajo de vividores, soy Chambombo, “el segador”, y he venido a recoger mi cosecha. A ver si aparece ahora mi expediente, o no aparece.
Suelto una ráfaga de ametralladora en abanico mientras grito todos esos tacos que no se pueden decir, pero no mato a nadie, son las diez, hora del café. Despanzurro la puerta de la cafetería de otra patada, porque llevo unas botas de combate, y de aplastar cabezas, que así da gusto ir a gestionar incidencias. Le doy gusto al gatillo con otro par de ráfagas, esta vez en zigzag y nada, no hay suerte, se ha corrido la voz y no queda ni un alma en toda la manzana, así que arranco la anilla de seguridad de una granada de mano y desaparezco la cafetería del mapa. No sé de dónde he sacado yo una granada. Tengo en mi cabeza una bonita lista de lugares a visitar y un pañuelo de ninja atado que me aprieta horrores. Empresas de suministro de energía, delegación de hacienda, que no se me olvide pasar por el hospital… ¡Ah, y el banco! Suena un pitido. Es el móvil, me están llamando al móvil. ¿Sí? Es mi telefonista favorita, la sorda, la que no me entiende cuando le explico algo, la que me deja en espera escuchando musiquilla para lobotomizar, la señorita incidencias.
-Ay amiguita, ya puedes empezar a rezar todo lo que sepas, criaturita. Estoy en camino. Tú vas a ser la guinda de este pastel.
Me paso el resto de la noche ajustando cuentas y renovando dentaduras aquí y allá, despachando incompetentes, vividores y mal nacidos. Como era un sueño, no maté ni un inocente.
Lo que me preocupa, y asusta, es esta sensación de alivio con que me he despertado. Haya salud y suerte.

IMPOTENCIA

Hoy en la obra nos hemos esforzado de lo lindo. No lo digo por cuestiones laborales, que también. Nos hemos puesto importantes y serios, como todos esos contertulios, expertos en no se sabe muy bien qué, que juzgan, enseñan, aconsejan, y algunas veces opinan desde radios y televisiones. Lo digo porque, fieles a nuestra costumbre, nos hemos puesto a buscar una palabra con la que llamar a eso que respiran los paisanos, (un contertulio no diría paisano, diría ciudadano medio) de este país. Es una especie de peste que empieza a inundarlo todo. Como una resignación enfermiza y contagiosa. Para la hora del bocadillo todavía no teníamos acuerdo, pero la seriedad se nos había pasado. Después, con la tripa llena y el sentido del humor, que en esta obra es como el casco, de uso obligatorio, las ideas empezaron a fluir y aclararse. El caso es que nos hemos puesto de acuerdo los tres en que lo que se respira, lo que se palpa, lo que se contagia, lo que se extiende como plaga por el territorio nacional: es la impotencia. Impotencia, esa es la palabra.
No ha sido fácil, no señor. Porque la impotencia no se comparte ni se siente como algo colectivo. La impotencia se sufre, como las famosas hemorroides, en silencio y soledad. La impotencia corroe, desde dentro, otros sentimientos más nobles y elevados, y cocinada a fuego lento nos aporta ese espeso caldo de rencores, venganzas y revanchismo que en este país tanto alimenta. Impotencia por toda esa cantidad de derechos ganados que nos están robando, por todas esas instituciones que pagamos y no nos sirven. Impotencia ante empresas todo poderosas que nos menosprecian, ante arrogantes incompetentes que nos ningunean. Impotencia ante el poderoso Don dinero al que se someten y sirven nuestros gobernantes, defensores y garantes.
Ya está, la encontramos. Menuda mierda de día.
Haya salud y suerte.